VI Época - 55-A

ANTE LA GUERRA Y ANTE EL FASCIO

[En CNT, nº 327 de 29 agosto de 1934. Firmado como “La compañera X”]

I

El imperativo de la actualidad me obliga a alterar el orden que me había propuesto seguir en estos artículos, para exponer la serie de reflexiones que me han sugerido las recientes manifestaciones de mujeres contra la guerra y el fascio.

Empezaremos por aprobar este acto que ha tenido la virtud de desentumecer los anquilosados miembros femeninos, de agitar los espíritus y sacudir las inteligencias de las mujeres lanzándolas al aire apasionado y vivificador de la calle.

¡Contra la guerra y contra el fascio! ¡Cuánto tiempo que esperábamos este grito en bocas femeninas!, pero hemos pensado luego con dolor que esto es gritar nada más, y que es, además, gritar en el desierto.

La guerra, el fascismo, son sólo manifestaciones de un estado de cosas: escarbar, ahondar, desnudar la causa, destruirla, es la misión que la historia tiene reservada a la mujer, es la labor que la humanidad tiene derecho a esperar de ella.

Hay que buscar una atalaya, sacudirse el polvo de los siglos y con ojos limpios, con ojos bien abiertos, escudriñar el panorama del mundo. Dejarse a parte toda la falsa sabiduría masculina, arrumbar toda su ciencia políticosocial y buscar la Verdad en el fondo de nuestras conciencias. Hay que sacudir el tablero y empezar una jugada nueva. Todos los valores actuales son falsos, todos. Y no vale cambiar las nomenclaturas, es necesario variar la esencia y la entraña de las cosas.

Aceptar algo de lo existente sería dar por buena la fórmula social que hizo posible nuestra esclavitud de siglos. Tengamos presente que la sociedad es como una suerte de ruedas dentadas en que todas se complementan, no puede retirarse una sin que se altere el equilibrio. Y no podemos reclamar nuestra libertad, rebelándonos contra la injusticia secular que nos tuvo postergadas, sin tener en cuenta que sobre esa misma injusticia está edificado cuanto nos rodea. Que no hay por lo tanto nada respetable en torno nuestro. Que la humanidad entera es víctima de un error de interpretación y que es necesario romper en absoluto con el pasado, recomenzar la vida.

Para ello hay que buscar perspectivas nuevas y caminos vírgenes. Los mismos caminos nos conducirán inevitablemente a los mismos lugares. Los mismos procedimientos a los mismos errores. Hay que edificar una vida nueva por un procedimiento nuevo.

Y cuando esto es bien patente, ¿cómo no ha de dolernos comprobar que la mujer, fuerza intacta, reserva suprema de humanidad se enrola en los viejos partidos políticos y malgasta su tesoro de energías en dar manotazos al viento? Porque manotazos al viento son los gritos contra la guerra y contra el fascio mientras no se ataquen las raíces que les dan vida.

No hay que gritar contra la guerra, sino hacer imposibles las guerras, acabando de una vez con las absurdas paradojas masculinas, que organizan encuestas por la paz mientras dan el esfuerzo de sus músculos a las fábricas de armamentos.

Y no es ciertamente, enrolándose en los partidos políticos, como la mujer puede realizar esta labor. La misión primordial de los partidos políticos es la conservación y defensa del Estado, y como a su vez el Estado es el defensor y conservador de todos los valores creados —aunque se hable de sus evoluciones y de sus mentidos progresos— resulta que la mujer actuando en la política mantiene y da vida con su esfuerzo y con su inteligencia a lo mismo que pretende destruir.

La guerra no fue nunca un movimiento espontáneo de los pueblos; para que la guerra se hiciera posible fue siempre precedida de un ciclo más o menos largo de ambientación a cargo del Estado. Éste agitó viejas y vacías abstracciones —la patria, el honor— buscando con ello encender las pasiones y despertar los odios. Sólo a favor de esta labor monstruosa, la guerra fue posible.

La guerra, como la injusticia social son mantenidas y fomentadas por el Estado; para acabar con aquélla hay que terminar con éste.

Meditemos las mujeres, veamos que todos los valores que han regido el mundo hasta hoy requieren una urgente y minuciosa revisión. Que la lucha contra la guerra será un movimiento estéril si nos empeñamos en enfocar el problema desde los engañosos puntos de observación que los hombres vienen utilizando de siglos. Hay que buscar perspectivas nuevas, hemos dicho, y para ello lo esencial es que la mujer obre espontáneamente, dejándose llevar por los impulsos de su propia naturaleza, rebelándose contra toda sugestión y toda coacción del medio, siguiendo, en fin, los dictados de su conciencia no deformada aún por intrincados cerebralismos.

II

El limitadísimo espacio de que disponemos nos obliga a subdividir los temas tratando en artículos sucesivos lo que hubiéramos querido decir de una vez. Esto tiene su pro y su contra.

Tiene su pro, en que de esta manera podemos extendernos ilimitadamente enfocando nuestros puntos de vista con mayor amplitud, y tiene su contra, en lo difícil que es para nuestras lectoras —casi todas cosechadas en el campo proletario— mantener la atención de artículo a artículo y relacionarlos luego entre sí. Pero ¡qué remedio!, hemos de conformarnos con lo que se nos da.

Es lógico que si afirmamos tan rotundamente que las guerras son provocadas y mantenidas por el Estado procuremos demostrarlo y a ello vamos, aun a trueque de repetir conceptos constantemente vertidos en estas columnas; pero sin apartar de nosotros la idea de que en esta ocasión escribimos expresamente para las mujeres, con un propósito de iniciación en las cuestiones sociales.

Se han hecho muchos estudios y conjeturas sobre el origen de las clases sin que se haya logrado precisar de una manera terminante cuál sea éste. Nosotros aceptamos en principio, como lo más verosímil, que la división de la colectividad en clases tuvo un día su razón de ser en una necesidad del propio desarrollo de la humanidad; pero sea ello como fuere lo cierto es que, establecidas las clases una se erigió en dominante, y para sostener y garantizar este dominio tuvo necesidad de crear una serie de instituciones que sentaran las bases de su falso derecho. El conjunto de estas instituciones perfeccionadas es el moderno Estado. De aquí deducimos, pues, que el Estado es la suma de instituciones de que una clase se sirve para sojuzgar y dominar a la otra. Las más importantes de estas instituciones son la escuela —fusionada con la religión—, la justicia y el ejército.

La escuela, que forma, o mejor, deforma los individuos a capricho y conveniencia de la clase dominante, no iniciándoles en el conocimiento racional de los principios biológicos, o leyes básicas de la Naturaleza, sino inculcándoles una serie de conceptos e interpretaciones a priori de las cosas.

La justicia, que clasifica los actos de los hombres en buenos o malos, según el favor o el perjuicio que de ellos se deduce para la clase dominante, y el Ejército, que con la razón de la fuerza garantiza y sanciona el ejercicio del derecho usurpado.

Entre los conceptos inculcados por la Escuela, que de una manera más perniciosa y más permanente influyen en el desarrollo intelectual y psíquico del individuo, se cuenta el de la patria.

El concepto patria, va íntimamente ligado hasta fundirse al de propiedad. Defender la patria es defender la propiedad. Ya las primeras guerras en los más remotos tiempos no reconocían otro origen que la lucha de las tribus por la posesión de las tierras más fértiles. Por algo se ha llamado más de una vez a los desheredados gentes sin patria. Patria es un concepto típicamente burgués. La patria no es prácticamente otra cosa que los negocios, los intereses, las ambiciones de la clase privilegiada; y no olvidemos que la suprema misión del Estado es organizar la defensa de esos intereses, que en todos los casos, aun en aquellos que aparenta servir los intereses del pueblo como ocurre, por ejemplo, con la legislación obrera: siempre lo que se busca es la defensa más o menos mediata de los intereses de la burguesía.

Una guerra es siempre el choque de los intereses y ambiciones de las clases privilegiadas de dos o más países —detrás de los tópicos patria, honor, etcétera, siempre hay agazapados unos cuantos nombres propios—. Ahora bien: como estas luchas, estas

ambiciones, estos intereses encontrados son el producto de la competencia (guerra latente), y la competencia es la piedra angular del actual sistema económico resulta que no podremos acabar con la guerra sin derrocar el sistema económico y por ende el Estado, que es su forma de expresión, su brazo ejecutivo.

Para que una cosa deje de ser hay que matarla; pero sin matar la larva no podremos acabar nunca con la especie. Así, sin destruir el Estado no acabaremos jamás con la guerra.

Y es desde este punto de vista desde el que debemos organizar la lucha. Desde él seguiremos hablando.

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