LA CUESTIÓN FEMENINA EN NUESTROS MEDIOS
[Publicados en Solidaridad Obrera, nº 1075, 26.09.1935; nº 1080, 2.10.1935; nº 1088, 9.10.1935; nº 1091, 15.10.1935 y nº 1104, 30.10.1935]
I
Agradezco a M.R. Vázquez que, con su artículo publicado en estas mismas columnas, «La mujer, factor revolucionario» ─muy bien enfocado, por cierto─ me haya dado ocasión de volver a ocuparme de este tema.
En otros periódicos ─El Libertario, CNT─ y en distintas ocasiones he dicho algo de lo mucho que hay que decir sobre la importancia que tendría para nuestro movimiento la captación de la mujer.
Pero en este asunto hay que hablar claro, muy claro; entre nosotros no caben circunloquios, debemos ser sinceros aunque esta sinceridad nos amargue; enarbolemos nosotros mismos la palmeta aunque nos desgarremos los nudillos; sólo a costa de esto entraremos en el camino de la verdad.
Se queja Vázquez, como yo me he quejado repetidas veces, de que no se haga suficiente propaganda de nuestras ideas entre las mujeres; y después de observar los hechos, luego de haberlos analizado, he venido a sacar esta conclusión: interesa poco a los camaradas anarcosindicalistas -no al anarcosindicalismo, cuidado- el concurso de la mujer.
Me parece oír una serie de voces airadas que se levantan contra mí. Calma, amigos: no he comenzado aún. Cuando afirmo una cosa estoy siempre dispuesta a demostrarlo, y a ello voy.
Nada más fácil que la propaganda entre la mujer ─¡ojalá todos nuestros objetivos tuvieran la misma sencillez!─. ¿Propaganda en los sindicatos? ¿Propaganda en los ateneos? ¡Propaganda en casa! Es la más sencilla y la más eficaz. ¿En qué hogar no hay una mujer, compañera, hija, hermana? Pues ahí está el nudo de la cuestión. Supongamos que la Confederación Nacional del Trabajo tiene un millón de afiliados. ¿No debería tener otro millón, cuando menos, de simpatizantes entre las mujeres? ¿Qué trabajo costaría entonces organizarlas si se estima necesaria su organización? Como vemos, no está ahí la dificultad, la dificultad está en otra parte: en la falta de voluntad de los propios camaradas.
He visto muchos hogares, no ya de simples confederados, sino de anarquistas (¿!?) regidos por las más puras normas feudales. ¿De qué servirán, pues, los mítines, las conferencias, los cursillos, toda la gama de propaganda, si no son vuestras compañeras, las mujeres de vuestra casa las que han de acudir a ellos? ¿A qué mujeres os referís entonces?
Por esto, no vale decir: «Hay que hacer propaganda entre las mujeres, hay que atraer a la mujer a nuestros medios», sino que hemos de tomar la cuestión desde más lejos, desde mucho más lejos. En su inmensa mayoría, los compañeros, hagamos la excepción de una docena bien orientados, tienen una mentalidad contaminada por las características aberraciones burguesas. Mientras claman contra la propiedad, son los furibundos propietarios. Mientras se yerguen contra la esclavitud, son los «amos» más crueles. Mientras vociferan contra el monopolio, son los más encarnizados monopolistas. Y todo ello se deriva del más falso concepto que haya podido crear la humanidad. La supuesta «inferioridad femenina». Error que tal vez nos haya retardado siglos de civilización.
El último esclavo, una vez traspuestos los umbrales de su hogar, se convierte en soberano y señor. Un deseo suyo, apenas esbozado, es una orden terminante para las mujeres de su casa.
El que diez minutos antes tragaba toda la hiel de la humillación burguesa, se levanta como tirano haciendo sentir a aquellas infelices toda la amargura de su pretendida inferioridad.
No se me diga que exagero. Podría ofrecer ejemplos a manos llenas.
No interesa el concurso de la mujer a los camaradas. Cito casos verídicos.
Varias veces había tenido que dialogar con un compañero que me parecía bastante sensato y siempre le había oído encarecer la necesidad que se hacía sentir en nuestro movimiento del concurso de la mujer. Un día, que se daba una Conferencia en el Centro, le pregunté:
—Y tu compañera, ¿por qué no ha venido a oír la conferencia?
La respuesta me dejó helada.
—Mi compañera tiene bastante que hacer con cuidarme a mí y a sus hijos.
Otro día fue en los pasillos de la Audiencia. Me hallaba en compañía de un camarada que ostentaba un cargo representativo. Salía de una de las salas una abogada, tal vez defensora de la causa de algún proletario. Mi acompañante la miró de soslayo y murmuró mientras esbozaba una sonrisa rencorosa:
—A fregar, las mandaba yo a éstas.
Estos dos episodios, a simple vista tan banales, ¿cuántas cosas tristes no dicen? Dicen, ante todo, que hemos olvidado algo muy importante; que mientras concentrábamos todas las energías en la labor de agitación relegábamos la educativa. Que la propaganda de atracción femenina no hemos de hacerla entre las mujeres, sino entre los mismos compañeros. Que debemos comenzar por desarraigar de sus cerebros la idea de la superioridad. Que cuando se les dice que todos los seres humanos somos iguales, entre los seres humanos está comprendida la mujer, aunque vegete entre las cosas del hogar confundida con las cacerolas y los animales domésticos. Hay que decirles que en la mujer existe una inteligencia como la suya y una sensibilidad aguda y una necesidad de superación; que antes de reformar la sociedad precisa de reformar su casa; que lo que él sueña para el porvenir ─la igualdad y la justicia─ debe implantarlo desde hoy mismo entre los suyos; que es absurdo pedir a la mujer comprensión para los problemas de la humanidad si antes no la alumbra para que vea dentro de sí, si no procura despertar en la mujer que comparte con él la vida, la conciencia de la personalidad, si antes, por fin, no la eleva a la categoría de individuo.
Esta, y no otra, es la propaganda que puede atraer a la mujer a nuestros medios. ¿Cuál de ellas dejará de abrazar la causa que ha obrado el «milagro» de revelarle su ser?
A la tarea, pues, camaradas.
Y si consideramos que éste es un problema interesante para el movimiento revolucionario, no lo escondamos como una vergüenza entre las estrechas columnas de las páginas de información telegráfica de nuestros periódicos; démosle aire, pongámoslo al alcance de la vista de todo el mundo. (Esto va para ti, camarada director).
En cuanto a los compañeros, me perdonarán la crudeza; pero es necesaria si no queremos engañarnos nosotros mismos.
Y como no he terminado, no os digo sino hasta luego.
II
No piense nadie, porque se equivocaría absolutamente, que al encomendar la captación de la mujer a una propaganda individual he dejado de estimar la labor que puede hacerse por otros medios más amplios: la conferencia, el mitin, el periódico. Pero antes de decidirse ningún compañero a emplearlos es necesario que tenga en cuenta que precisa de un tacto y una habilidad extrema para no hacer una labor negativa. Tales medios sólo deben manejarlos aquellos que en la intimidad de su conciencia hayan reconocido de antemano la necesidad y el valor de la adquisición que nos proponemos.
Yo quisiera que cada uno meditara hondamente y antes de abrir los labios entrara en sí mismo, bajara a sus intimidades más profundas y hasta donde alcanzaran sus conocimientos, pero con una sinceridad absoluta, dispuesto a hallar la verdad por encima de todas las coacciones ambientes y procurara descubrir en sí mismo y en la sociedad la leve huella que le ha sido permitido dejar a la mujer; y sólo cuando hubiera descubierto que aún desde la lejanía en que estuvo relegada y por encima de la leyenda morbo-sexual en que se la ha envuelto, la mujer operó como un elemento vital impulsando el desenvolvimiento de la individualidad masculina tanto como el de la humanidad; entonces, y sólo entonces, una vez deducido el beneficio que a la sociedad futura reportaría la incorporación plena de este elemento vital, pregonara a los cuatro vientos la verdad recién descubierta. Los que no hubieran logrado esta conclusión, preferible es que callen y no perturben con una labor negativa los resultados que de esta campaña nos prometemos.
Hay muchos compañeros que desean sinceramente el concurso de la mujer en la lucha; pero este deseo no responde a una modificación de su concepto de la mujer; desea su concurso como un elemento que puede dar facilidades para la victoria, como una aportación estratégica podríamos decir, sin que ello les haga pensar ni por un instante en la autonomía femenina, sin que dejen de considerarse a sí mismos el ombligo del mundo. Son éstos los que dicen en momentos de agitación: «¿Por qué no se organizan manifestaciones de mujeres? Una manifestación de mujeres a veces es más eficaz y la fuerza pública se detiene un poco ante ellas». Son también los que, para atraerlas, escriben artículos como uno que tuvimos el dolor de leer en el número 1.053 de nuestro diario, que venía firmado con las iniciales R.P. y fechado en Vilasar de Mar [Nota: el artículo se titulaba “Para ti, mujer”].
Pretendía aquel artículo estar escrito por una mujer, pero yo me permito dudarlo. Una mujer que da un escrito a la Prensa, demuestra por este mismo hecho haber alcanzado cierto grado de emancipación moral; y una mujer emancipada moralmente, que ha pasado por todos los dolores, por todas las amarguras, que ha tenido que afrontar la más encarnizada lucha con los suyos y con los extraños: la burla, la ironía y el ridículo ─el ridículo, lo más amargo y lo más difícil de afrontar─, para alcanzar aquella meta, no puede escribir así. No puede volcar sobre la mujer las culpas de todos los sistemas sociales que han sido hasta el día, pretendiendo tomar los efectos por causas.
Decía uno de los párrafos del escrito aludido: “No tan solo los hombres, sino la sociedad en general, tiene en pobre concepto a la mujer. ¿Sabéis por qué? Porque muchas, en esa edad en que se forma el corazón y el cerebro, no se cuidan de nada; al contrario, se cansan pronto de todo lo que sea reflexión y quietud. ¿Qué quieren? Quieren todo lo que adula la imaginación y su amor propio.”
Y más adelante: «La mujer, a fuerza de mirar su cuerpo en el espejo, se olvida de mirar su corazón en el espejo de su conciencia».
¡Qué infinita pena leer esto! ¿Quién ha dicho que haya podido escribirlo una mano femenina?
Forzoso es que el cerebro de la mujer albergue un vasto potencial de inteligencia para que no haya naufragado definitivamente en las sombras de la más absoluta animalidad. Miles de años su vida estuvo limitada entre las cuatro paredes del gineceo. La falta de horizontes creó en ella un principio de miopía espiritual acaso. No pudo ni aprender a mirar dentro de sí porque se le aseguró que nada tenía dentro; y ahora, cuando se os muestra no tal cual es, sino como vosotros la habéis creado, le echáis en cara lo que es sencillamente el resultado de vuestra propia obra.
La mujer fue en la sociedad, hasta ayer mismo, objeto de menosprecio, del menosprecio más humillante. En el siglo VIII, cuando el ideal de la humanidad era el ideal religioso, en un Concilio convocado en Flandes, se intentó discutir si la mujer tenía alma. En el primer tercio del siglo decimoctavo, cuando comenzaban a germinar las raíces de los derechos del hombre, vieron la luz una serie de disertaciones ─en tono jocoso para mayor escarnio ─ en las que se planteaba el problema de si la mujer era un ser humano. Y así, a través de los siglos, las sociedades fundadas por hombres e integradas por hombres relegaron a la mujer a los últimos peldaños de la escala zoológica. Se la ha llamado algunas veces animal de placer, pero yo os aseguro que no fue ni aun eso, sino testigo atormentado y pasivo a la vez del placer de los demás.
¿Sabe R.P. para qué se ha criado, para qué se ha educado a la mujer durante miles de años? Exclusivamente para excitar los sentidos del macho; para esto se le dijo que había nacido y para esto se le encaminó toda su vida. Su único horizonte era, y aún no ha dejado de ser, el prostíbulo o el matrimonio, tanto monta. Así ha podido decir Charles-Albert, en su Amor libre: “Suponed que una cortesana en lugar de ejercer su comercio en la calle esté segura de encontrar todos los días, a la propia hora, el mismo cliente y tendréis el tipo tan frecuente de la mujer obligada a casarse por la necesidad de participar del salario de un hombre.”
En torno a esta solución única, giraron todas sus actividades. ¿Cuándo se cuidó nadie de despertar en ella la conciencia? ¿Cuándo le dijo nadie que en ella residía un individuo con deberes pero también con derechos? Nacer, sufrir, morir, ese fue todo su destino y todo su derecho.
No; una mujer emancipada no puede juzgar así a sus hermanas; al volver la vista atrás, a esa inmensa pléyade de esclavas que son todavía en general las mujeres del pueblo, sólo puede sentir angustia, indignación, ganas de llorar, y luego un deseo vehemente de unir su propio esfuerzo, su propia individualidad a la de los que sinceramente entrevieron la posibilidad de un mundo mejor. Unir su voluntad al vasto movimiento de emancipación integral que implantará sobre el haz de la tierra un sistema de convivencia más justo y más humano, único en el que puede hallar la mujer su liberación definitiva.
Pero no olviden nuestros propagandistas que a estas conclusiones solo llega la mujer que ha alcanzado cierto grado de emancipación moral. Proporcionarla, pues, esta emancipación debe ser nuestro objetivo más inmediato; y no olvidemos que, a más de ser poco piadoso, no es el mejor camino echarles en cara un crimen del que solo son víctimas.
III
Conservo en la memoria cierto acto de propaganda sindical en el que tomé parte. Fue en una pequeña capital de provincia. Antes de comenzar el acto se me acercó un camarada, miembro del Comité Local más importante.
“Hemos conseguido que con el señuelo de su intervención ─me dijo─ asista buena cantidad de mujeres; es necesario que las fustigues porque tienen aquí una idea muy equivocada de lo que debe ser su misión; desde hace algún tiempo han comenzado a invadir las fábricas y los talleres, y hoy compiten con nosotros, creando un verdadero problema de desocupación. Por otro lado, y engreídas de su independencia económica, se muestran reacias al matrimonio. Tienes que decirles que su misión está en otra parte, que la mujer ha nacido para los destinos más altos, más en armonía con su naturaleza; que ella es la piedra angular de la familia; que ella es, ante todo y por encima de todo, la madre, etc., etc.”
Y a este tenor, el camarada me endilgó una monserga de más de media hora.
Yo, sin saber qué hacer, si reírme o indignarme, le dejé hablar y cuando llegó el momento dije a las mujeres lo que creí oportuno; algo que si no era opuesto a sus opiniones estaba bien lejos de ser lo que él deseaba.
Hoy, después de mucho tiempo, aún me pregunto si aquel camarada era absolutamente sincero, si no había en el fondo de sus argumentos una terrible cantidad de egoísmo masculino.
Porque no vale dorar la píldora. A través de su encendido ardor por la «sublime misión» de la mujer asomaba clara y precisa la brutal afirmación de Lorenz Oken ─a quien él, seguramente, no conocía, pero al que estaba unido por la invisible línea del atavismo ─: «La mujer es solamente el medio, no el fin de la naturaleza. La naturaleza no tiene más que un solo fin y objeto: el hombre».
Las palabras de aquel compañero ponen de manifiesto lo que vengo diciendo desde el principio de esta campaña: que a causa de la falta de preparación de los compañeros, lo poco que se ha hecho en esta cuestión ha sido negativo. Se acusa, ante todo, la falta de unidad de criterio. Y de ahí se han seguido no pocos males para nuestro movimiento.
Se lamentaba él de lo que para mí era la principal causa de satisfacción: Que las mujeres hubieran roto con la tradición que las hacía tributarias del hombre y hubieran salido del mercado de trabajo en busca de una independencia económica. A él le dolía y a mí me regocijaba porque sabía que el contacto con la calle, con la actividad social sería un estímulo que acabaría despertando en ella la conciencia de la individualidad.
Su lamento había sido el lamento universal unos años antes, cuando las primeras mujeres abandonaron el hogar por la fábrica o el taller. ¿Se dedujo de este hecho un mal para la causa proletaria? La incorporación de la mujer al trabajo coincidiendo con la introducción del maquinismo en la industria, hizo más encarnizada la competencia de brazos originando, como consecuencia, una baja sensible en los salarios.
Mirado así, superficialmente, diríamos que los trabajadores tenían razón; pero si, dispuestos siempre a hallar la verdad, ahondamos en el fondo del problema descubriremos que los resultados hubieran sido otros si los trabajadores no se hubieran dejado arrebatar por su hostilidad a la mujer, fundada en el prejuicio de la supuesta inferioridad femenina.
Se le presentó la batalla a pretexto de esta pretendida inferioridad y se toleró que se le dieran jornales inferiores, alejándola de las organizaciones de clase bajo la consigna de que el trabajo social no era misión de la mujer, y de aquí se estableció una concurrencia intersexual ilícita. La auxiliaria de la máquina se compadecía bien con la conformación simplista del cerebro femenino en aquella época, y, a este efecto, comenzaron a emplearse mujeres que, secularmente avenidas a la idea de su inferioridad, no pretendieron imponer condiciones a los abusos capitalistas. Los hombres quedaron relegados a los trabajos más rudos y a las especializaciones.
Si en lugar de observar esta conducta los trabajadores hubieran dado cuartel a la mujer, despertando en ella el estímulo, elevándola a su propio nivel, atrayéndola desde el primer momento a las organizaciones de clase, imponiendo a los patronos la igualdad de condiciones para ambos sexos, las consecuencias hubieran sido muy distintas. De momento la superioridad física les hubiera dado a ellos la supremacía en la elección del patrono, puesto que igual le iba a costar el fuerte que el débil, y en cuanto a la mujer, se hubiera despertado en ella el ansia de superación y unida a los hombres en las organizaciones de clase hubieran avanzado juntos con mayor rapidez por el camino de la liberación.
Ya estoy oyendo una serie de objeciones. Se me dirá que al obrero de hace cuarenta o cincuenta años no se le podía pedir esta perspicacia, cuando había salido él de un estado de semiconsciencia; pero tengamos presente que al referirme a los trabajadores no lo hago tanto a la totalidad como a los que habían echado sobre sus hombros la tarea de orientarlos, y que no es mi propósito tanto hacer la crítica de aquella época como fustigar a los compañeros que aún mantienen los mismos errores desdeñando las lecciones de la experiencia.
Acaso se me diga también que, en efecto, la naturaleza femenina impone a la mujer otras actividades, igualmente importantes y valorables que el trabajo social. A estos… les contestaré el próximo día.
IV
En la actualidad está socialmente rebasada la teoría de la inferioridad intelectual femenina; un número considerable de mujeres de todas las condiciones sociales han demostrado prácticamente la falsedad del dogma, podríamos decir, demostrando la excelente calidad de sus aptitudes en todas las ramas de la actividad humana. Solo en las capas sociales inferiores, en donde penetra más lentamente la cultura, puede sostenerse aún tan perniciosa creencia.
Pero, cuando el campo parecía despejado, un nuevo dogma ─éste con aparentes garantías científicas─ obstaculiza el camino de la mujer levantando nuevos valladares a su paso; y es de tal calidad que por un momento ha debido dejarla pensativa.
Frente al dogma de la inferioridad intelectual se ha levantado el de la diferenciación sexual. Ya no se discute, como en el siglo pasado, si la mujer es superior o inferior; se afirma que es distinta. Ya no se trata de un cerebro de mayor o menor peso o volumen, sino de unos cuerpecillos esponjosos, llamados glándulas de secreción, que imprimen su carácter peculiar a la criatura determinando su sexo y con éste sus actividades en el campo social.
Nada tengo que objetar a esta teoría en su aspecto fisiológico, pero sí a las conclusiones que se pretende extraer de la misma. ¿Que la mujer es distinta? De acuerdo. Aunque tal vez esa diversidad no se deba tanto a la naturaleza como al medio ambiente en el que se ha desenvuelto. Es curioso, cuando tantas consecuencias se han sacado de la teoría del medio en la evolución de las especies, que aparezca completamente olvidada cuando se trata de la mujer. Se considera a la mujer actual como un tipo íntegro sin tener en cuenta que no es más que el producto de un medio permanentemente coactivo, y que es casi seguro que restablecidas en lo posible las condiciones primarias, el tipo se modificaría ostensiblemente burlando, tal vez, las teorías de la ciencia que pretende definirla.
Por la teoría de la diferenciación la mujer no es más que una matriz tiránica que ejerce sus oscuras influencias hasta los últimos repliegues del cerebro; toda la vida psíquica de la mujer supeditada a un proceso biológico, y tal proceso biológico no es otro que el de la gestación. «Nacer, sufrir, morir», dijimos en un artículo anterior. La ciencia ha venido a modificar los términos sin alterar la esencia de este axioma: «Nacer, gestar, morir». Y he ahí todo el horizonte femenino.
Claro es que se ha pretendido rodear esta conclusión de doradas nubes apoteósicas. «La misión de la mujer es la más culta y sublime de la naturaleza, se dice; ella es la madre, la orientadora, la educadora de la humanidad futura». Y entre tanto se habla de dirigir todos sus pasos, toda su vida, toda su educación a este solo fin; al parecer, en perfecta armonía con su naturaleza.
Y ya tenemos nuevamente enfrentados el concepto de la mujer y el de la madre. Porque resulta que los sabios no han descubierto ningún Mediterráneo; a través de todas las edades se ha venido practicando la exaltación mística de la maternidad; antes se exaltaba a la madre prolífica, paridora de héroes, de santos, de redentores o tiranos; en adelante se exaltará a la madre eugenista, a la engendradora, a la gestadora, a la paridora perfecta; y antes y ahora todos los esfuerzos son convergentes a mantener en pie la brutal afirmación de Oken que citaba el otro día: «la mujer no es el fin, sino el medio de la naturaleza; el único fin y objeto es el hombre».
He dicho que teníamos nuevamente enfrentados el concepto de mujer y el de madre, y he dicho mal; ya tenemos algo peor: el concepto de madre absorbiendo al de mujer, la función anulando al individuo.
Se diría que al transcurrir de los siglos el mundo masculino ha venido oscilando, frente a la mujer, entre dos conceptos extremos: de la prostituta a la madre, de lo abyecto a lo sublime sin tenerse en lo estrictamente humano: la mujer como individuo, como racional pensante y autónomo.
Si buscáis a la mujer en las sociedades primitivas, solo hallaréis a la madre del guerrero, exaltadora del valor y de la fuerza. Si la buscáis en la sociedad romana, solo hallaréis a la matrona prolífica que surte de ciudadanos la República. Si la buscáis en la sociedad cristiana la hallaréis convertida en la madre de Dios.
La madre es el producto de la reacción masculina frente a la prostituta que es para él toda mujer. Es la deificación de la matriz que lo ha albergado.
Pero ─y nadie se escandalice, que estamos entre anarquistas y nuestro primordial cometido es restablecer las cosas en sus verdaderos términos, derrumbar todos los falsos conceptos por prestigiados que estén─, la madre como valor social no ha pasado hasta el momento de ser la manifestación de un instinto, un instinto tanto más agudo cuanto que la vida de la mujer solo ha girado en torno a él durante años; pero instinto, al fin; apenas, en algunas mujeres superiores, ha alcanzado la categoría de sentimiento.
La mujer, en cambio, es el individuo, el ser pensante, la entidad superior. Por la madre queréis excluir a la mujer cuando podéis tener mujer y madre, porque la mujer no excluye nunca a la madre.
Desdeñáis a la mujer como valor determinativo en la sociedad dándola calidad de valor pasivo. Desdeñáis la aportación directa de una mujer inteligente por un hijo tal vez inepto. Repito que hay que establecer las cosas en sus verdaderos términos. Que las mujeres sean mujeres ante todo; solo siendo mujeres tendréis después las madres que necesitáis.
Lo que verdaderamente me asombra es que compañeros que se llaman anarquistas, alucinados, tal vez, por el principio científico sobre el que pretende estar asentado el nuevo dogma sean capaces de sustentarlo. Frente a ellos me asalta esta duda: si son anarquistas no son sinceros, si son sinceros no son anarquistas.
En la teoría de la diferenciación, la madre es el equivalente del trabajador. Para un anarquista antes del trabajador está el hombre, antes que la madre debe estar la mujer. (Hablo en sentido genérico). Porque para un anarquista antes que todo y por encima de todo está el individuo.
V
Creemos, en nuestro último artículo, haber dado cima al propósito inicial de estos trabajos: señalar a los camaradas el ángulo netamente anarquista desde donde debía enfocarse en adelante la propaganda cerca de la mujer.
No se me escapan los rasguños más o menos profundos ─según la psicología y la cultura de cada cual─ que mi labor pueda haber marcado en la epidermis de los camaradas del sexo contrario. El compañero M.R. Vázquez, tan ecuánime de ordinario, me ha dado la medida con su artículo, «Por la elevación de la mujer», sobre el que diré algo el próximo día. Pero vuelvo a repetir que solo a condición de ser valientes daremos con la verdad.
En fin, lo interesante es que hayamos logrado no sólo, como dije antes, colocar el problema en un terreno netamente anarquista, sino también actualizarlo, según he podido deducir por los distintos escritos que en estas mismas columnas han aludido a mis trabajos sobre el particular.
Aunque, conseguido mi primer objetivo, podría dar por terminada mi labor, no lo haré así, decidida como estoy ─es una aspiración que data de larga fecha─ a trabajar sin descanso por conseguir la incorporación definitiva de la mujer a nuestro movimiento.
No quisiera pasar por alto ninguna circunstancia, ningún hecho o actuación sin señalar en la medida que puede ser aprovechable o pernicioso para la consecución de nuestros fines con respecto a la mujer.
Dos manifestaciones ─una muy discreta de M.R. Vázquez y otra concretísima de esa valiente mujer que es María Luisa Cobo─ me impelen hoy a tratar un problema que actualmente apasiona al mundo ─el sexual─ tan estrechamente ligado al que viene ocupándonos que se diría que el uno es el fundamento del otro. Sin problema sexual no habría problema femenino en las sociedades. Yo no voy a tratar del problema en sí ─otros son los llamados a hacerlo con mayor competencia─ sino en su planteamiento por parte de los jóvenes camaradas, que puede tocar en bien o en mal a la tarea de atraer a la mujer.
Escribió un día el camarada Vázquez, refiriéndose a la conducta a observar por los compañeros frente a la mujer: «Seamos capaces de dominar a la bestia y veamos a la hermana como vemos al hermano cuando hablamos de salario». Y dijo María Luisa Cobo, concretando: «No ha mucho se quiso formar por acá un grupo mixto y no pudo llevarse a cabo ─aunque sea doloroso confesarlo ─ porque en los preliminares se produjo y apareció «el Don Juan» en lugar del orientador, haciendo que los demás se disgregasen». Ambos han tocado una llaga que me estaba doliendo hacía mucho tiempo.
Es lamentable, pero las campañas en pro de una mayor libertad sexual no siempre han sido bien comprendidas por nuestros jóvenes compañeros y, en muchos casos, han traído a nuestros medios gran número de jovenzuelos de ambos sexos a quienes no preocupa ni poco ni mucho la cuestión social y solo buscan un campo propicio a sus experiencias amorosas. Los hay que han interpretado la orden de libertad como una invitación al exceso y en cada mujer que pasa por su lado sólo ven un deseo para sus apetencias.
«Entre la juventud varonil ─ha dicho no ha mucho el doctor Martí Ibáñez─ estimo que está mal situado el problema, y su espinosa interrogante dejará de ser tal en cuanto desaparezca el equívoco que tan penosas consecuencias ha originado y que ha sido confundir lo sexual con lo genital».
En efecto, cimentada generalmente en unos cuantos folletos, no siempre escritos por persona competente, toda la cultura sexual de nuestros jóvenes se reduce a algunos rudimentarios conocimientos de fisiología, el fondo moral sigue siendo inalterable. De ahí que aún sea entre ellos la potencialidad genital el más genuino exponente de virilidad e ignoren en cambio cómo puede ser encauzada hacia actividades de más alto valor ético. Libertad para ellos es la inversa de control. Y nada más. Ahí termina el problema. Y, en definitiva, frente a la mujer siguen reaccionando, en general, lo mismo que sus antepasados.
En nuestros centros, parcamente frecuentados por la juventud femenina, he observado que las conversaciones entre ambos sexos raramente giran en torno al problema social o, simplemente, a un asunto profesional; apenas un muchacho se enfrenta a un individuo del sexo contrario la cuestión sexual surge como por encanto y la libertad de amar parece ser el único tema de conversación. Y he visto dos modos de reacción femenina ante esta actitud. Uno, el de rendirse inmediatamente a la sugestión; camino por el que la mujer no tarda mucho en reducirse a juguete de los caprichos masculinos, alejándose por completo de toda inquietud social. Otro, el del desencanto; en que la mujer que traía inquietudes superiores y aspiraciones más altas se retrae decepcionada y acaba retirándose de nuestros medios. Solo logran salvarse algunas pocas de personalidad acusada que han aprendido a medir por sí mismas el valor de las cosas.
En cuanto a que la reacción masculina sigue siendo la misma de antaño a pesar de su pomposa cultura sexual, se pone de manifiesto cuando al encontrar, luego de varios escarceos amorosos, la mujer que estiman para compañera, «el Don Juan» se convierte en «Otelo» y la mujer es restada al movimiento cuando no es que desaparecen los dos.
El caso que denuncia María Luisa Cobo, y que he transcrito más arriba, debemos tenerlo presente siempre cuando tratemos de formar grupos, sindicatos, etc.
Pretender sin ninguna otra preparación cultural y ética introducir a nuestras muchachas de rondón en el campo de la libertad amorosa, tal como la entienden nuestros jóvenes, es sencillamente un disparate. Cuando persisten en su espíritu y en su psicología todos los restantes prejuicios que la sociedad ha acumulado en ellas, iniciarla así en la libertad sexual es romper torpemente el falso o verdadero equilibrio de sus vidas.
Valdría la pena de encomendar la orientación sexual de nuestras juventudes a conferenciantes capacitados en la materia que les señalaran, de paso, las lecturas eficientes, ya que se da en este aspecto, junto a los libros y folletos de gran utilidad, una enorme cantidad de literatura que antes embrolla que soluciona el problema.
En definitiva, considero que la solución al problema sexual de la mujer solo está en la propia solución del problema económico. En la resolución. Nada más. Lo otro es variar de nombre la misma esclavitud.