MEDITA, MUJER; NO VOTES

[Publicado en periódico CNT, nº 298, 15 de noviembre de 1933]

Durante cientos, acaso miles de años, del clan a la sociedad capitalista, bajo todas las formas de convivencia social, el horizonte femenino estuvo contenido entre estos dos términos: el gineceo y el lupanar.

La historia la hacían los hombres; la mujer sólo tenía de ella el vago concepto de un espectáculo visto a través de una celosía. Siempre al margen, condenada a las penumbras y a los últimos planos apenas era una pobre cosa, un soplo de vida latente bajo el peso de todas las iniquidades sociales.

Se ha hablado mucho del cristianismo como libertador de la mujer; lo cierto es que sólo consiguió variar la forma del menosprecio, y después, como antes, la mujer siguió siendo un accesorio en la vida masculina.

Y entre tanto, las sociedades tactaban en el vacío, avanzaban y retrocedían en las tinieblas. Falseada la base de sustentación, la humanidad giraba desorientada y enloquecida en busca de su equilibrio.

La historia era una sucesión ininterrumpida de crímenes y barbarie. Guerra, esclavitud, miseria y una única resultante: dolor. Y en su rincón de cenicienta a la mujer sólo le estaba permitido un derecho: llorar.

Y lloró siglos y siglos sobre las monstruosas aberraciones sociales que hicieron del hombre un lobo para el hombre, que pusieron en las manos del uno el látigo a descargar en las espaldas del otro. Y si alguna vez, tímidamente, apuntó la necesidad de ser oída mil voces airadas la conminaron a volver al silencio, a no mezclarse en la cosa pública, a tornar a la oscuridad, y a su llanto y a su desesperación.

Pero no en vano la evolución es una ley inexorable: evolución o muerte, he aquí el dilema. Renovarse o morir. Y la sociedad que durante siglos puso un dique que creyó infranqueable a la evolución se siente morir minada en sus falsos cimientos y busca un injerto que dé savia y vigor nuevo a su decrepitud. Y este injerto, este elemento de salvación, esta promesa de resurgimiento a quien la sociedad caduca vuelve los ojos, es la mujer.

De la diestra y la siniestra parten llamadas angustiosas, llamadas que son ya una declaración de impotencia y de agonía. El viejo mundo, como el portugués del cuento, le pide a la mujer que le saque del pozo ofreciéndola perdonarla la vida.

Así, los que antes la confinaron entre aquellos dos términos infranqueables, el gineceo y el lupanar, la llaman con gran premura a la vida pública y miran con inquietud su gesto imponderable generador de vida o portador de la muerte.

En este hecho universal España no podía ser una excepción. De espaldas a la realidad que marca la hora de la verdad y de la justicia, todos los partidos políticos —paradoja viva— buscan en el concurso de la mujer una energía nueva para seguir manteniendo en pie el cadáver de una sociedad bien muerta.

Y los cantos de sirena brotan de todas las esquinas de las ciudades españolas: «Vótame a mí, te traigo la felicidad en píldoras. Dame tu voto, mujer, te traigo la bienaventuranza por los siglos de los siglos. Vota a las derechas, vota a las izquierdas, vota al centro». ¡Basta! Es demasiado tarde. Es la hora de meditar, mujer. Es la hora de que se te diga la verdad.

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