CIENCIA, TECNOLOGÍA Y SOCIEDAD

Perversión tecnocrática en tiempos de pandemia

Entre el 13 y el 19 de septiembre tuvo lugar en España, vía telemática, el I Congreso Nacional COVID-19. En el seno del mismo, se ha redactado un Decálogo “para el correcto abordaje” de la pandemia firmado por 52 sociedades científicas relacionadas directamente con la salud (enfermería comunitaria, pediatría, dermatología, geriatría, etc.).

Prevaliéndose de la autoridad que suele concederse socialmente a la “Ciencia” y a la “Tecnología”, los directivos de estas 52 sociedades, han redactado un dictamen en el que exigen “a los políticos” que sean “las autoridades sanitarias, sin ninguna injerencia política […] quienes establezcan las prioridades de actuación”, pues “ustedes [los políticos] mandan pero no saben”, por lo que “la gestión de la crisis debe responder a criterios exclusivamente científicos”.

Nada tenemos que objetar los anarquistas -excepto la ingenuidad inoperante que subyace en estos exabruptos, al estilo del “¡Váyanse todos a casa!” que se decía en el 15M- a la petición a los “políticos” para que se aparten de todo asunto de verdadera importancia social, pues ellos, por su simple condición de estadistas, siempre serán parte del problema y nunca de la solución. Pero de ahí, a sustituir el gobierno de los “políticos” (por más ignorantes, necios e incompetentes que sean) por el de los “científicos” (por más sabios, inteligentes e ilustrados que parezcan) hay un abismo de insensatez e irresponsabilidad, que nadie en su sano juicio debería aceptar. La “Tecnocracia”, no será mejor que la “Democracia” o la “Plutocracia”, ni ofrecerá a ningún problema de envergadura, tampoco al de la actual pandemia, soluciones más idóneas y certeras.

A lo largo de la historia de la humanidad, todas las comunidades humanas recurrieron a la voz autorizada de sus sabios reconocidos -en cualquiera de sus ramas, mágica, religiosa, humanística o científica- para defenderse con mayor o menor éxito de los peligros que les amenazaban. Sin embargo, en este siglo XXI, en 2020, ya no hay “sabios” a los que apelar, sino “científicos”, “expertos”, “técnicos” “especialistas” profesionales cada uno en lo suyo y, a lo sumo, “sociedades científicas” (no menos especializadas).

Ahora mismo, cada “científico” (sin entrar a debatir lo que este término significa en el mundo de hoy) sabe no más que un poquito de “lo suyo”, el médico del funcionamiento del cuerpo humano, el matemático de la lógica de los números y figuras, el sociólogo del comportamiento colectivo, el general del arte de la guerra y la matanza … y así hasta abarcar el conjunto de los saberes y disciplinas (científicas o del “espíritu”) en que se ha parcelado a efectos prácticos el conocimiento humano.

En el mejor de los casos -¡que no siempre se produce, ni mucho menos!- cada uno de estos profesionales de la ciencia actual busca conocer la “verdad” (verdad científica) de lo que se trae entre manos y, si es el caso de un “técnico”, poder aplicar esas ‘verdades” a la fabricación de instrumentos, utensilios, procedimientos y programas más eficaces y útiles para aquello que se le exige, sea una bomba que mate a cientos de miles en pocos segundos, sea una vacuna que salve a millones de una amenaza. Pero estos conocimientos, parciales y especializados, nada dicen de la consideración ética o de la justicia, bondad y respeto debidos al prójimo humano y a la naturaleza en la que habita. Fue la razón científica, aliada a la razón de estado, la que construyó las cámaras de gas y hornos crematorios. Es también la razón científica, aliada cada vez más a la razón del lucro privado y, por supuesto, a su compañera inseparable la razón de estado, la que impulsa y logra lo que hoy denominamos “avances’ y ‘progreso’, con resultados tan conocidos como el cambio climático, la destrucción del planeta, la contaminación universal, la hambruna y extrema miseria generalizadas para más de un tercio de la población mundial … aunque también, por supuesto, la curación de enfermedades antes mortales, el disfrute de la luz o el bienestar asociado a poder disponer felizmente de los bienes de la naturaleza antes inaccesibles. ¡Nunca están, nunca estuvieron al menos desde el siglo XVIII, la Ciencia y la Tecnología -ambas con mayúscula- alejadas del Poder y la Economía política!

Ya la poesía y la literatura -y también la experiencia de las dos guerras mundiales y los regímenes totalitarios del siglo XX, verdaderos símbolos de aquella máxima goyesca de “la razón engendra monstruos”- nos habían alertado del dramático futuro que amenaza a la humanidad si se impone el descarnado dominio y poder absoluto de la tecnocracia. “Una vida feliz” de Aldoux Huxley, “1984” de Georges Orwell, o “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury, son sólo tres ejemplos, de esos clarividentes avisos.

Pueden los epidemiólogos reunidos en el Congreso correspondiente informar a la sociedad de cómo un determinado virus o bacteria afecta a una población biológica -sea la peste porcina o el covid19-, con que velocidad se expande, por medio de qué vehículos se transmite, con que gravedad altera la fisiología del individuo afectado, etc, etc. Por todo ello, su conocimiento debe ser apreciado y tenido en cuenta a la hora de decidir “¿Qué hacer?”, pero en ningún caso, puede atribuírseles ninguna autoridad para decidir e imponer los procedimientos y medidas de control social y ejercicio punitivo que han de resolver la cuestión. No vaya a ser que se pronuncien por aplicar a los habitantes infectados y a los vecinos de algún lugar la misma o similar solución a la que hace unos días se aplicó en una granja porcina, víctima de la peste: el aislamiento perimetral y sacrificio inmediato de todos los individuos de la granja. Una solución razonable, científica, tecnológicamente puntera y justa excepto, claro está, para los puercos.

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