UTAMA
Año: 2022
Duración: 87 min.
País: Bolivia
Dirección: Alejandro Loayza Grisi
Guion: Alejandro Loayza Grisi
Reparto: Luisa Quispe, José Calcina, Santos Choque
Música: Cergio Prudencio
Fotografía: Barbara Alvarez
Hay muchas regiones inhóspitas en la Tierra, pero casi ninguna parece tan fascinante como el altiplano boliviano, una zona situada a más de 3000 metros sobre el nivel del mar que es desoladoramente árida, pero pródiga en magia de colores. El suelo seco brilla en innumerables tonalidades de beige y marrón; en el horizonte, los conos desnudos de las montañas resplandecen en ricos tonos azules y violetas.
En su primer largometraje, el director boliviano Alejandro Loayza Grisi extrae constantemente de este contraste nuevas visiones de una belleza sobrecogedora. Se nota que ha trabajado antes como fotógrafo: todas las tomas están compuestas artísticamente, sin parecer amaneradas. El sublime paisaje se lo pone fácil, pero nunca se convierte en un fin en sí mismo. Más bien, Loayza plasma una historia tan sencilla como conmovedora en este escenario espectacular.
Cuesta creer que la gente se gane la vida aquí, pero Sisa (Luisa Quispe) y Virginio (José Calcina) llevan toda la vida haciéndolo. La pareja quechua vive aislada en una choza de piedra al borde de una árida llanura. Ambos han envejecido juntos; pequeños gestos y unas pocas palabras bastan para comunicarse.
Mientras Sisa se ocupa de la casa y del escaso huerto, su marido conduce a diario un pequeño rebaño de llamas a través de la llanura para que pasten. Los animales llevan mechones de lana roja en las orejas, probablemente como señal de su dueño; son las únicas salpicaduras brillantes de color en esta sinfonía de tonos apagados.
Su ensayada rutina está en peligro: no llueve, el agua escasea. Sisa tiene que caminar cada vez más lejos para conseguir el agua que da vida. El pozo del pueblo de al lado ya se ha secado; solo el río que atraviesa la llanura más lejana tiene agua. La comunidad quechua del pueblo solo conoce una solución a la amenaza de que se sequen todos los campos: una procesión a la montaña sagrada para llevar los restos de nieve al valle.
Clever (Santos Choque) tiene otra solución: visita a sus abuelos para aconsejarles que abandonen su granja y se trasladen a la ciudad con el resto de la familia. Una sugerencia que no gusta nada a Virginio: teme convertirse allí en un mendigo desarraigado. Su resistencia provoca fuertes discusiones en la cabaña. El conflicto no se resuelve: un golpe del destino se adelanta a él.
Se trata de una trama sencilla y bastante previsible que Loayza va desgranando poco a poco en planos tranquilos, pero que no aburre ni un instante. De ello se encargan sobre todo los dos actores aficionados que el director ha contratado para encarnar a un matrimonio de ancianos. En sus rostros curtidos se dibujan profundas arrugas que atestiguan su dura existencia. Sus expresiones faciales sutilmente escuetas bastan para dejar claro su estado de ánimo y sus intenciones.
La actitud de su nieto hacia ellos apenas difiere de la del público: se imagina su forma de entender el mundo y de sus preocupaciones más de lo que realmente las entiende. Esto empieza por el idioma, ya que Clever no habla quechua, solo español. El joven ha experimentado la vida del pueblo al ritmo de las estaciones como mucho fugazmente durante breves visitas. El director subraya que la brecha entre la ciudad y el campo y la alienación de ambas esferas es enorme en Bolivia: la cultura tradicional quechua está desapareciendo rápidamente, mientras que los habitantes de las ciudades apenas notan esta pérdida.
Su causa es el verdadero tema de la película: el cambio climático golpea más duramente a quienes menos contribuyen a él, los pobres de provincias que practican una frugal agricultura de subsistencia. Loayza se limita a describir este trastorno sin juzgarlo; en imágenes tan arrebatadoramente exquisitas que uno casi puede percibirlo como una cruel ironía.