VI Época - 51

EL LEGADO Y EL MUSEO DE KROPOTKIN

El 8 de febrero de 1921, a la edad de 78 años, moría en la localidad de Dimitrov, cercana a Moscú, el compañero anarquista y científico-geógrafo de renombre universal, Piotr Kropotkin. La noticia del fallecimiento corrió como la pólvora, pues su legado, teórico y organizativo, brillaba en aquél momento con gran fuerza en el movimiento obrero y revolucionario internacional.

En muy pocas horas se estableció una Comisión para organizar todos los actos del duelo. El cuerpo de Kropotkin se trasladó, entre un gran gentío, desde su casa hacia la estación de tren y, desde allí, a Moscú, donde fue enterrado en el cementerio de Novodévichi, bajo la estrecha vigilancia del aparato policial y comisariado político del gobierno de Lenin.

La gran mayoría de los anarquistas rusos presentes coincidieron en la necesidad de constituir un espacio físico en el que se pudiera recoger el legado de Kropotkin, materializado en sus escritos e intercambio postal y publicista con cientos de revolucionarios de todo el mundo. Convinieron entonces en la posibilidad de crear un Museo-archivo, conscientes de la dificultad extrema  de llevarlo a cabo en aquél momento histórico, en que los anarquistas volvían a ser perseguidos por las autoridades y se acentuaba la deriva totalitaria del gobierno comunista .

Una vez constituido el Comité Kropotkin, el Museo abrió definitivamente sus puertas en 1923, en el número 26 de la calle Shatniy Lane de Moscú. Poco a poco fueron llegando desde diferentes partes del mundo aportaciones de cuadros, libros, cartas y otros materiales, que se incorporaban a la biblioteca personal de Kropotkin, junto con buena parte de su archivo y correspondencia, procedentes de Inglaterra. 

Pero las dificultades iban en aumento. Por orden gubernamental, la policía secreta del régimen, cada vez más brutal, cerraba los periódicos anarquistas, prohibía toda propaganda libertaria, encarcelaba sin juicio, condenaba a la miseria e incluso asesinaba a numerosos militantes anarquistas. Muy pronto, el Museo Kropotkin, será también objeto de esta persecución, bajo la acusación de producirse en sus actos y en sus dependencias críticas contra los bolcheviques.

Mientras la persecución estatal arreciaba, los problemas económicos del Museo aumentaban. La institución se mantuvo económicamente por las aportaciones que llegaban desde diferentes países. En Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania y otros lugares, organizaban rifas y ceremonias para aportar donativos al proyecto, pese a lo cual -en plena crisis económica de 1929- la dificultad para abrir las puertas era cada vez mayor, cuando además las dificultades para contactar con el exterior de la Unión Soviética eran cada vez mayores.

En 1939, en la antesala de la II Guerra Mundial y habiéndose producido ya en España la victoria del franquismo, el Museo Kropotkin de Moscú cerraba sus puertas definitivamente. Durante la contienda mundial, los fondos documentales, guardado en cajas, se transfirieron al institucional y pro-soviético Museo de la Revolución, donde permanecieron mucho tiempo sin ser accesibles para el público y, mucho menos, para los perseguidos anarquistas. En la actualidad, parte de ese archivo se puede consultar en diversas instituciones rusas, mientras que otra parte de su contenido desapareció para siempre. El antiguo museo acoge desde los años 80 del pasado siglo la embajada de la Organización para la Liberación de Palestina en Rusia.

La paradoja de esta historia fue evidente desde el primer momento: mientras se traducían a múltiples idiomas algunas de las obras de Kropotkin y se imprimían a miles sus libelos en España, el fondo documental del autor iba desapareciendo de la escena pública rusa e internacional. Desaparecido gran parte del legado material de Kropotkin, quizá haya sido finalmente un fracaso el proyecto de “mantener un espacio físico en el que se pudiera recoger el legado de Kropotkin”. Sin embargo, toca ahora a las nuevas generaciones mantener viva y actualizada la herencia recibida, no como dogma ni como carga ni como bienes materiales ni como símbolo nostálgico de un pasado glorioso, sino como compromiso solidario y libertario con la causa fraternal frente a toda opresión y explotación.

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