KROPOTKIN Y LA REVOLUCIÓN RUSA / 3
Hemos recordado en las dos hojitas anteriores de La Campana, cómo Kropotkin había decidido regresar a Rusia en 1917, nada más oírse en Europa los primeros aldabonazos de la gran revolución rusa. Tenía 75 años, de ellos 43 vividos en el exilio. Llevaba demasiados años luchando por ese momento en que el pueblo trabajador sacudiese las cadenas que le oprimían e instaurase una nueva sociedad comunista y libertaria, como para no acudir junto a su pueblo y tratar de ayudarle en lo que le fuera posible.
Para sorpresa de sus muchos amigos y compañeros de incansable lucha en pos del comunismo libertario, al principio, Kropotkin, se exigió́ a si mismo no pronunciar hacia el exterior críticas contra los bolcheviques y su deriva estatalista y dictatorial, «que sólo habrían servido de algo a los enemigos de esta inevitable, aunque dolorosa, forma de progreso que una revolución supone». Pero la cruel realidad se impuso.
Ya en abril de 1918, apenas seis meses después del golpe de estado bolchevique, comenzó́ una persecución sin cuartel contra los anarquistas y socialistas revolucionarios. Los encarcelamientos, castigos y ejecuciones sumarias de libertarios fueron constantes a lo largo de aquél difícil año y comienzo del siguiente.
La propia vivienda de Kropotkin y su familia en Moscú fue requisada en dos ocasiones por la policía política, por lo que los Kropotkin tuvieron que mudarse al pueblo rural de Dmítrov, en casi absoluta reclusión, sólo sorteada por sus amigos anarquistas más audaces, como Volin, Enma Goldman, Berkman, Maximov, Majno …, todos ellos agentes activos en la extraordinaria marea revolucionaria de su país. Las condiciones en que vivía eran miserables, apenas tenían para poder comer y atender sus mermadas fuerzas. No tenían luz, por lo que Kropotkin se veía obligado a trabajar bajo la llama de una lámpara de aceite que le iba dejando ciego. Tampoco le llegaban libros o revistas, salvo las publicaciones oficiales del gobierno leninista.
Sólo en dos ocasiones, Kropotkin escribió a las autoridades comunistas e hizo pública su denuncia: la primera protestando contra la supresión de todas las publicaciones no gubernamentales y el establecimiento de un férreo monopolio estatal en todo el ámbito de la edición. Según describe Emma Goldman: a partir de que las autoridades leninistas hicieran caso omiso al aviso, “Kropotkin comprendió que era inútil recurrir a un gobierno al que el poder había enloquecido.”
La segunda vez que elevó su voz y se hizo oír incluso en el extranjero a través de cartas enviadas clandestinamente a sus conocidos en Europa, fue para mostrar su profundo rechazo a la criminal práctica utilizada por la policía y el ejército rojo, de tomar rehenes. Según Emma Goldman: “Desde que la Checa había comenzado sus actividades, el gobierno bolchevique había oficializado la toma de rehenes. Viejos y jóvenes, madres, padres, hermanas, hermanos, incluso niños eran mantenidos como rehenes por el supuesto delito de alguien de su familia y del que a menudo no sabían nada. Kropotkin consideraba aquellos métodos inaceptables bajo cualquier circunstancia”.
En ese contexto, se produjo la infructuosa entrevista de Kropotkin con Lenin en mayo de 1919, en la que el revolucionario anarquista y el líder de los comunistas en el poder fueron conscientes del abismo que les separaba. Cuando se separaron, ambos sabían que la policía política del régimen bolchevique no pararía, sino que intensificaría por todos los medios a su alcance, incluso los más crueles y despreciables, la cruenta persecución de los otrora revolucionarios, sobre todo, de los anarquistas y socialistas revolucionarios. Kropotkin comprendió entonces que la Revolución estaba siendo perdida por el pueblo que la había puesto en pie. “Nos encontramos -escribió entonces- en medio de una revolución que no avanza por los caminos que le habíamos abierto, y que no tuvimos tiempo de abrir suficientemente”.
La tristeza se apoderó del anciano luchador. Apenas un año después de la entrevista con Lenin, el 8 de febrero de 1921, Kropotkin muere en el pequeño enclave rural al norte de Moscú en el que vivía. Miles de personas se acercaron hasta el lugar para despedirlo, hasta que su cuerpo fue llevado para ser velado en la Sala de las Columnas del Templo Obrero de Moscú El inmenso cortejo fúnebre se extendió a lo largo de unos siete kilómetros, entre el Templo Obrero y el cementerio de Novodévichi en que finalmente fue enterrado. (continuará)