EL MUNDO ENCARCELADO EN ARNÚN (LÍBANO)
Fue en Arnún, un mediano pueblo situado a dos kilómetros de la franja del sur del Líbano, en el que malvivian una pequeña población de campesinos pobres libaneses y algunos centenares de refugiados palestinos. Esta región de 1.200 km2 fue invadida por Israel, para ser utilizada como “área de seguridad”, bajo estado de sitio y cerrada herméticamente para cualquier extranjero u observador que quiera indagar el horror penitenciario que allí́ se vive.
Aquí́ se produjo, en la madrugada del diez de febrero de 1999, uno de esos hechos que iluminan con radical nitidez la naturaleza de eso que algunos siguen llamando Orden Internacional, en el que Israel juega un papel decisivo.
Eligieron aquella noche, porque apenas había luna. A todos despertó́ el reconocible zumbido de los helicópteros del ejército de Israel que aterrizaban en las inmediaciones de la aldea. De hecho, en aquel pueblo, todos estaban familiarizados con aquellos brutales ingenios de hierro y plástico, que matan, destruyen las casas o se llevan a los jóvenes hacia los centros de tortura (¡legal, por sentencia del llamado Tribunal Supremo!), cuarteles y cárceles de Israel.
Pero aquella noche, los potentes focos de las naves dirigidos hacia las empobrecidas casas de Arnún, impedían a los aterrados aldeanos apreciar lo que estaba ocurriendo. Solo ruido. Gritos, órdenes, zumbidos, martilleos … y el tableteo de los fusiles ametralladores sobre los primeros vecinos que intentaron acercarse.
Toda la noche fue un infierno de ruidos fuera de las casas que contrastaba con el espeso silencio en su interior. A la mañana siguiente, los habitantes de Arnún, apenas pudieron dar crédito a sus ojos. La aldea había sido convertida en un inmenso penal, en el que se les secuestraba. Todo el perímetro se había rodeado de alambre de espino y, más allá́ de la alambrada, sobre el pedregal de las afueras, habían sembrado de minas antipersonales una corona circular de varios cientos de metros de anchura. El círculo mortífero solo estaba interrumpido por un estrecho pasillo -a partir de aquel momento única salida posible del pueblo-, orillado de alambres y carteles coloreados y fluorescentes, que terminaba en un puesto de control policial, guarnecido por israelíes y mercenarios del Ejército del Sur del Líbano, que no es más que una soldadesca de 2.500 individuos pagada por Israel, al precio de 450 dólares por asesino.
En esta acción israelí́, nada hubo de heroico o brillante con que adornar los periódicos y televisiones de los días siguientes y tampoco se necesitaron palabras camaleónicas (tales como Comunidad Internacional, Democracia o Mundo Libre) para camuflar la muerte fría que se abatió́ sobre los habitantes de la localidad. Al fin y al cabo, sólo se trataba de una pequeña comunidad más de una región y un pueblo ya castigados mil y una veces.
Ese día, para los responsables de la acción, solo se trató de la pura necesidad de invadir un lugar habitado más, de reproducir en otra aldea el mundo carcelario en que ya va metiéndose a todo el planeta. En Arnún se produjo no más que un campo de concentración mediante la eficaz solución de cercar con alambre de espino todo el pueblo.
La aldea libanesa fue ese 10 de febrero y seguirá́ siéndolo por mucho tiempo, una representación a pequeña escala de lo que los juegos del gran dinero están logrando en toda la tierra: el régimen carcelario y punitivo. Esto es, la producción de muerte a manos llenas, de bombardeos y bloqueos, de amenazas y absoluto desorden por la Gendarmería Internacional, de la que los gobernantes y estado de Israel forman parte significada. Esto es, tropas eficientes para las nuevas funciones de policía y guarda internacional, para el castigo y confinamiento de regiones y naciones, por una u otra razón, estigmatizadas: Serbia, Iraq, Kurdistán, Libia, Corea, Sudán, Palestina, Tailandia … A esta lista, cada año que pasa desde Arnún, se añaden nuevos nombres, Siria, Birmania, Níger, Mali, Sáhara Occidental, Afganistán …
Arnún representa aún hoy todo el universo concentracionario, el presidio global de una población mundial rehén de quienes solo se sentirán seguros cuando los otros, nosotros todos, hayamos sido excluidos de los bienes de la naturaleza y de la riqueza socialmente producida y arrojados al silencio, al estigma o a la amedrentada sumisión.